No sé cuándo fue que comí el último Lajmashin. Unas empanadas árabes, abiertas en pequeños disquitos de una masa bien fina y crocante, cubiertos con salsa y carne de otro planeta.
Cada año nuevo (no el posta, el rosh hashaná) con mis primos y mi hermana nos peleábamos por quién agarraba más de la bandeja. Ingenuos, creyendo que sólo habría una pobre tanda. No reconocíamos que hacía semanas mi abuela Rosa había estado llenando la mesada de ingredientes de otro continente que más tarde irían a convertirse en platos infinitos: los kipes, altamente codiciados, ensaladas, niños envueltos en salsa agridulce de damascos secos, guefilte fish al horno, mahude -un matambre relleno de arroz y papas que nos enloquecían- y cuando ya ningún otro bocado entraba en nuestro organismo (porque todo esto sucedía en una misma noche, señores), los botones de los pantalones se desabrochaban para darle luegar a la sopa de pollo con pelotitas, los kneidalaj -que, reconozcámoslo, nunca le salieron tan, tan bien como a Juanita, mi otra abuela, que venía realmente del palo ruso y con esa, más los latkes, varenikes y miles de recetas a base de papa, la tenía más clara (ahora ya no come con sal, ahora ya no es lo mismo)-, que aparecían para consentir los gustos de Samuel. Después, una simple y porteña ensalada de frutas, la más rica que conocí.
Rosa (siempre los llamé así a mis abuelos, por su nombre, pero eso es otro capítulo) nunca fue generosa con los secretos culinarios. "Condimentos", respondía cada vez que le preguntábamos qué le ponía. Mi primo Fede en una época se puso muy hábil y hasta llegó a compartir con ella la cocina para algún Iom Kipur. Fede era muy groso con eso. Además, para sus cumpleaños ligaba de la abuela importantes y tecnológicos regalos. Una envidia, mal.
En un momento Rosa empezó a olvidarse de las cosas, de algunos nombres, por ejemplo. Primero resultaba gracioso que preguntara por mí, estando yo a medio metro de distancia, porque hasta ella misma se daba cuenta y se hacía la gila largando algún chiste muy ocurrente. Pero la decepción de abrir un taper repleto de lajmashin y encontrarme con unas pizzetas cualesquiera con un poco de salsa y picada común fue de las más grandes de mi vida. "Sí, creo se los hizo la chica", me soltó mi mamá, como diciendo que habíamos perdido forever la receta posta. Al poco tiempo el Alzehimer terminó de apoderarse de sus recuerdos y la historia se volvió medio triste, inabarcable.
Fue en el depto de San Bernado que con Lucas probamos hacer nuestra propia versión, pero de los fatay cerrados, triangulares, con carne macerada en limón durante horas, como las que habíamos probado en Córdoba, otra cosa. Él se encargó de la fuerza en la harina, yo de emular lo más posible el sabor ancestral. Y aunque bastante alejado del original, algo se recuperó.
En bandeja, mañana vamos a testearlos con el público difícil. Ese que conoció los sabores de antaño y que deberá adaptarse a los nuevos tiempos. Que en 5769 años no les quedó otra que haber mutado, a nuestro pesar, talvez, pero también con la liviandad que posibilita eso de renovarse un poco y hacerle un volantazo a la rutina. Una suerte de cambio de look, digamos. Feliz año nuevo.
Cada año nuevo (no el posta, el rosh hashaná) con mis primos y mi hermana nos peleábamos por quién agarraba más de la bandeja. Ingenuos, creyendo que sólo habría una pobre tanda. No reconocíamos que hacía semanas mi abuela Rosa había estado llenando la mesada de ingredientes de otro continente que más tarde irían a convertirse en platos infinitos: los kipes, altamente codiciados, ensaladas, niños envueltos en salsa agridulce de damascos secos, guefilte fish al horno, mahude -un matambre relleno de arroz y papas que nos enloquecían- y cuando ya ningún otro bocado entraba en nuestro organismo (porque todo esto sucedía en una misma noche, señores), los botones de los pantalones se desabrochaban para darle luegar a la sopa de pollo con pelotitas, los kneidalaj -que, reconozcámoslo, nunca le salieron tan, tan bien como a Juanita, mi otra abuela, que venía realmente del palo ruso y con esa, más los latkes, varenikes y miles de recetas a base de papa, la tenía más clara (ahora ya no come con sal, ahora ya no es lo mismo)-, que aparecían para consentir los gustos de Samuel. Después, una simple y porteña ensalada de frutas, la más rica que conocí.
Rosa (siempre los llamé así a mis abuelos, por su nombre, pero eso es otro capítulo) nunca fue generosa con los secretos culinarios. "Condimentos", respondía cada vez que le preguntábamos qué le ponía. Mi primo Fede en una época se puso muy hábil y hasta llegó a compartir con ella la cocina para algún Iom Kipur. Fede era muy groso con eso. Además, para sus cumpleaños ligaba de la abuela importantes y tecnológicos regalos. Una envidia, mal.
En un momento Rosa empezó a olvidarse de las cosas, de algunos nombres, por ejemplo. Primero resultaba gracioso que preguntara por mí, estando yo a medio metro de distancia, porque hasta ella misma se daba cuenta y se hacía la gila largando algún chiste muy ocurrente. Pero la decepción de abrir un taper repleto de lajmashin y encontrarme con unas pizzetas cualesquiera con un poco de salsa y picada común fue de las más grandes de mi vida. "Sí, creo se los hizo la chica", me soltó mi mamá, como diciendo que habíamos perdido forever la receta posta. Al poco tiempo el Alzehimer terminó de apoderarse de sus recuerdos y la historia se volvió medio triste, inabarcable.
Fue en el depto de San Bernado que con Lucas probamos hacer nuestra propia versión, pero de los fatay cerrados, triangulares, con carne macerada en limón durante horas, como las que habíamos probado en Córdoba, otra cosa. Él se encargó de la fuerza en la harina, yo de emular lo más posible el sabor ancestral. Y aunque bastante alejado del original, algo se recuperó.
En bandeja, mañana vamos a testearlos con el público difícil. Ese que conoció los sabores de antaño y que deberá adaptarse a los nuevos tiempos. Que en 5769 años no les quedó otra que haber mutado, a nuestro pesar, talvez, pero también con la liviandad que posibilita eso de renovarse un poco y hacerle un volantazo a la rutina. Una suerte de cambio de look, digamos. Feliz año nuevo.