martes, 14 de mayo de 2013

Mentirosa

Cuando era chiquita y pasaba mucho tiempo que no agarraba mi diario íntimo -no era público en ese entonces-, iba y le escribía: "perdón, perdón perdón, perdón, prometo que no voy a volver abandonarte y que voy a ser más prolija."

martes, 7 de mayo de 2013

Los pies en la cabeza

Venía jactándome de haber vencido mi malenismo. O, al menos, de haberle dado combate: tenía el mismo celular desde junio. Once meses. Casi un año. Incluso hacía bastante que no perdía ni me robaban la billetera, ni los documentos, ni dejaba olvidada la tarjeta de débito en ningún cajero automático. Es posible, pensaba, ser mejor en la vida.  Así que cuando alguien me acusaba, podía presentar estas evidencias como un trofeo, como un derecho de piso adquirido, un premio para alguien que se hizo de abajo.
Pero la vida es perversa, traicionera, y tuve un desliz. Eran las 2 AM y estaba sentada en el cordón de la vereda tomando una cerveza con amigos, un viernes después de la función. Me miré los zapatos. No son. Quiero decir, no son los míos. Eran los de Estela. Los reconocí por esa flor particular que tienen en la punta. Y porque estaban, ahora sí, tan cerca de mis ojos. Durante cuatro horas los había llevado puestos como si nada. Del teatro a cenar, de ahí al barcito. Ningún registro. Como mucho, una cierta extrañeza al caminarlos, algo muy lejano, un pequeño detalle en el taco al cual decidí no prestarle atención. Pero de pronto, la flor. Esa flor en el zapato que me decía a gritos que mi pasado había vuelto, estrepitosamente.
Me eché a reír sin parar. Porque en algunos casos es preferible. Era viernes a la noche y todavía tenía la cerveza en la mano. Además, los zapatos se parecían a los míos. Y en definitiva, pensé, sí que son míos, vamos. Estela es un personaje de ficción, Malena.  
Así y todo, es una realidad: aún sin quererlo, le robé los zapatos a mi personaje. O tal vez fue Estela la que decidió escaparse de ese pueblo de la Pampa seca donde no crece nada más que pasto, sacarse el delantal de cocina, ponerse mi vestido, y salir a caminar por las callecitas de la capital con mis amigos. Asumo que, a esa altura del partido ya me conocía bien, y aprovechó mi mala fama para despistar a eso que separa la ficción de todo lo demás. 

Siendo así, me sacrifico. De ser necesario, lo hago. Devuelvo mis trofeos a cambio de la libertad de un personaje. Dejo de luchar contra mi destino.
¡Vuelvo a perderlo todo!
¡Eso!
¡Vivan la tragedia, la comedia, la historia entera del teatro!
¡Soy una mártir, una heroína!

No. Soy un desastre. Me vuelvo a casa.
Momento.
No sé donde puse las llaves.
 
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